lunes, 12 de octubre de 2015

Pinche Colón culero. Pinche mexicano huevón.

Decir que los mexicanos somos el producto de la mezcla de españoles e indios es muy fácil y muy huevón. Es casi como decir que España se folló a Tenochtitlan y de ahí salió México. Casi como decir que Hernán Cortés se folló a la Malinche y tuvieron una hija de la que salimos todos los mexicanos. Nos encanta ver todo en términos de follar, probablemente porque nos encanta follar, y porque es algo que entendemos sorprendentemente bien, según los indicadores demográficos.

Incluso cuando alguien es lo suficientemente valiente como para introducir un tercer término en la ecuación (los negros africanos traídos durante el período colonial), el planteamiento sigue siendo un tanto huevón; aunque es un ejercicio divertido el tratar de recordar todos los nombres de castas que aprendimos en la primaria: Mestizos, criollos, mulatos, zambos.

Saltapatrás. Del saltapatrás siempre alguien se acuerda en algún
punto de la plática, y todos reímos como locos.
Y es que, para empezar, los españoles no fueron españoles siempre. En 1492 no existía el concepto de nación, y lo que sería España apenas estaba tomando forma, con la unión de varios reinos que tenían el propósito común de expulsar de la Península Ibérica a los moros, quienes ocho siglos antes habían invadido al Reino Visigodo, que se fundó tres siglos antes al colapsar en esa región el Imperio Romano de Occidente, que duró seis siglos a partir de que la arrebató en parte a los cartagineses (descendientes de fenicios) y en parte a tribus celtas que vaya uno a saber a quiénes hayan asimilado, cuántos siglos antes.

Probablemente a judíos. Todo el mundo trae algo
siempre contra los judíos.
En lo que sería México, tampoco existían los mexicanos. Existía una multitud de cientos de pueblos moderadamente civilizados, muchos de ellos sometidos por los aztecas, una tribu de imperialistas recién llegados al Valle de México, y que, tecnológicamente, estaban todos en la edad de piedra. Esto último es duro de aceptar, pues del otro lado del mundo hubo civilizaciones que superaron esa etapa tecnológica hace ocho mil años.

No es que fueran tontos. El conocimiento científico de los indígenas precolombinos era inmenso, y en muchas áreas superaba al europeo; pero a la hora de los catorrazos, las espadas de madera y obsidiana y las armaduras de algodón poco pudieron hacer contra el acero, la pólvora y las tácticas avanzadas de los invasores.

Y las armas biológicas.
Los negros traídos como esclavos también deben tener una historia similar. De hecho, lo más probable es que fueran de muchos pueblos distintos, cada uno con una ascendencia igual de complicada, pero que la historia nos describe sólo como "negros traídos de África", porque qué carajos nos importa la historia de los pobres negritos, así de huevones como somos.

La conquista por un pueblo más avanzado tecnológicamente era casi inevitable, estando el mundo en plena edad de la exploración. Sólo era cuestión de ver quién lo haría primero, y coincidió que la naciente y vigorosa España necesitaba con urgencia una ruta comercial hacia el Lejano Oriente, una que no los pusiera en competencia directa con la otra potencia marítima del momento, los portugueses, que no dejaban que nadie más utilizara "su" ruta, circunnavegando África.

Para ello, los reyes españoles encontraron a un tipo muy loco, muy huevudo y muy convincente en quién hacer una inversión a fondo perdido, que resultó ser una de las mejores de la historia, y cuyas consecuencias siguen siendo cuestión de polémica en pleno siglo XXI.

¿Yo qué, culeros? Yo sólo quería strippers con ojos rasgados.
Pero sólo son polémicas porque queremos hacerlas así. La historia de todos los pueblos de la Tierra está llena de guerras, epidemias, mestizajes, choques culturales, catástrofes naturales, genocidios e imposiciones religiosas. La conquista del continente americano por europeos no es muy diferente, en esencia, de la conquista de la cuenca del Mediterráneo por los romanos, o de la conquista de medio maldito mundo por los mongoles.

Los humanos cometemos el error de pensar que la persona que somos en este momento es la persona que seremos por el resto de nuestras vidas. Los pueblos hacen lo mismo. Pero todo está en constante movimiento. Por ejemplo, hace treinta años había soviéticos y yugoslavos, hace setenta no había israelíes, y hace quinientos no había mexicanos.

Este proceso evolutivo de los pueblos implica cosas buenas y cosas malas. Muchos sufren y unos pocos siempre sacan ventaja de la situación. Pero así ha sido durante milenios, e incluso la estrategia de aliarse con una potencia foránea (los pueblos indígenas dominados con los españoles) en contra de la potencia local dominante (los aztecas) siempre ha existido, y casi siempre ha dado el mismo resultado: La victoria total de la potencia foránea.

Los pueblos, como las personas, no seremos siempre lo que somos en este momento, sino sólo el producto de todo nuestro pasado: Lo bueno, lo malo, lo disfrutado, lo aprendido y lo olvidado. Y lo follado. No olvidemos esa mezcla genética de culturas, que invariablemente tiene como fruto la fusión de artes, ciencias y delicias culinarias.

La polémica que surge se debe a que hablamos de una herida reciente en un país lleno de nacionalistas con crisis de identidad nacional. Cada quién ve su propio subconjunto de aspectos positivos y negativos, y nadie ve todo como un gran conjunto de sucesos que no podemos cambiar. Y lo que sí podemos cambiar, que es la actitud de víctima al tomar toda esa historia, toda nuestra ascendencia fenicia, romana, náhuatl, morisca, tolteca, celta y negra de algún lugar de África olvidado por la historia, no la cambiamos porque estamos muy ocupados discutiendo de qué somos víctimas. Eso es más fácil y huevón.

A mí no me gusta todo mi pasado, pero me gusta quién soy en este momento. No me gusta toda la historia de mi país, y no me considero nacionalista, pero me gusta ser mexicano, con todo lo bueno y lo malo que ya pasó y que no puedo cambiar, con todo lo bueno y lo malo que está pasando y que sí puedo cambiar. Ponerme a discutir si lo que hizo gente que vivió hace quinientos años fue bueno o malo, es algo en lo que no quiero perder mi tiempo; porque qué hueva.

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