lunes, 18 de junio de 2012

La dificultad de ser mediocre

Me encuentro a unos días de entrar, por tercera vez, a trabajar a una empresa transnacional. La gente invariablemente me felicita cuando se los platico. Yo no estoy tan seguro de que una felicitación sea lo más adecuado para la ocasión.

Sí, voy a ganar dinero y a dejar de ser pobre, y eso... pero la cosa es que no soy ambicioso en el sentido convencional. Contrario al 99.83% de las clases media y baja, no me veo como un rico que es temporalmente pobre, pero que algún día será millonario... Algún día.

"Cuarenta y cinco años más de este maldito trabajo y seré millonario, hell yeah baby."


No. Mi ambición está en el conocimiento, no en el dinero. En lugar de acumular toda la riqueza que me sea posible en los pocos o muchos años que me quedan, quisiera aprender lo más que pueda sobre historia, física, geografía, astronomía, sociología, lingüística, química, psicología, gastronomía, geología, música, antropología, vuelo con parapente, y elaboración de napalm con jugo de naranja. El dinero es sólo algo que desafortunadamente necesito para sobrevivir en este sistema de porquería.

Ya trabajé dos veces en empresas de ésas. Pagan relativamente bien, pero sólo sin tomar en cuenta los niveles de estrés a los que la mayoría de ellas someten a sus empleados. No me interesa llegar a ser jefe, no me interesa poner mi propia empresa; ésas son metas siempre orientadas a ganar más dinero. Mientras me alcance para pagar mi comida, los gastos de la casa, mis vicios, y uno que otro lujo (libros, películas, conciertos), yo estaré económicamente bien.

Las dos veces que estuve empleado de esa manera, las cosas terminaron igual: El estrés llegó a afectar mi vida personal a tal grado, que después de salirme me tomé alrededor de un año sin trabajar, sobreviviendo con lo que había logrado ahorrar en alrededor de tres años de trabajo cada vez, con la única intención de olvidarme de todo. "Hubieras conseguido otro trabajo luego luego, y con tus ahorros te comprabas un auto." O sea, ¿quién, en su sano juicio, no se compra un auto cuando tiene el dinero para hacerlo? Yo. Gastas en mantenimiento, te estresas con la bola de tarados que andan sueltos haciendo estupideces, y además contaminas. Un auto es para mí algo trivial, pudiendo gastar mejor en viajes, libros, conciertos o clases de algún idioma.

¿Por qué, entonces, estoy por caer en lo mismo por tercera vez? Por idiota, supongo. Mi trabajo ideal sería escribiendo, pero como podrán darse cuenta, no tengo mucho sobre qué escribir, salvo sobre mí mismo. Si fuera especialista en alguna rama del conocimiento, en lugar de saber lo mínimo sobre varias ramas, sería más fácil escribir un libro, por ejemplo. O tal vez no: Supongo que escribir un libro y ser padre son cosas para las que uno nunca se siente completamente listo. La diferencia está en que un hijo lo puedes tener por accidente. Ojalá pasara lo mismo con los libros.

"Pero, pero... si yo me cuidé."


Recientemente leí El Perfume, de Patrick Süskind. Me sorprendí identificándome con el protagonista en más de una ocasión. Esto no es extraño; uno tiene a identificarse con algún personaje, de alguna u otra manera, cuando lee una buena novela con personajes complejos y bien construídos. Es casi como conocer a alguien y descubrir los puntos en común que, casi siempre, se tienen. En lo personal, mis puntos en común con Jean-Baptiste Grenouille fueron su desprecio por la humanidad, y su búsqueda personal de algo que, por no estar orientado a la prosperidad económica, lo convierte a uno en un mediocre a los ojos de la sociedad.

Eso, y su gusto desmesurado por las pelirrojas.

No es que odie a la humanidad; a fin de cuentas, soy parte de ella. Pero me da asco el egoísmo que tan inherente parece a la naturaleza humana. Tanto a nivel individual como local, nacional y hasta étnico, tenemos una mentalidad de "mientras yo esté económicamente bien, que se jodan los demás, que se joda el ambiente y que se joda todo el maldito Universo." Tal mezquindad nos hace merecedores de extinguirnos como especie, creo yo.

Y hay varios que están de acuerdo conmigo.

Pero mientras espero el advenimiento de Skynet o la Matrix, y el justo dominio de sus máquinas asesinas sobre la autodestructiva humanidad, la renta no se va a pagar sola, así que tengo que rentar mi cerebro al sector privado si quiero sobrevivir y darme un gusto o dos. Joder, me siento como Edward Norton en La Hora 25, con la cuenta regresiva para ir a prisión. ¿Quién dijo que ser mediocre era fácil?

miércoles, 13 de junio de 2012

El infierno de los rockeros borrachos

Hace un tiempo, después de una borrachera descomunal, a la mañana siguiente tenía que ir a no recuerdo dónde. Me levanté con una resaca del demonio, y abordé un autobús urbano que, fiel a la tradición camionera de México, iba jugando carreras con sus colegas, con todo lo que ello conlleva: Acelerones y frenazos súbitos, vueltas cerradas y un promedio de cuarenta y tres infracciones por minuto. Todo ello mientras el sol matutino me pegaba de lleno en la cara y yo desfallecía de sed. Decidí en ese momento que el infierno de los borrachos tenía que ser algo muy cercano a lo que yo estaba viviendo en ese momento.

Seis siglos salvaron a Dante Alighieri de conocer los camiones de
transporte público e incluirlos en sus círculos infernales.

El día de hoy, después de una serie de trámites burocráticos totalmente infructuosos en el centro de la ciudad, pasé por una escuela de estilistas. Un anuncio rezaba: "Cortes de pelo GRATIS". Como ya traía las puntas algo maltratadas, y como la última vez que fui a despuntármelo me cobraron ochenta malditos pesos, decidí que no era tan mala idea arriesgarme a poner mi escasa pero preciada cabellera en manos de una aprendiz. Total, sólo quería una simple despuntada, no un jodido corte tipo Coco Chanel. Además, con un poco de suerte, la aprendiz estaría de buen ver.

Todo comenzó bien. Me recibió una especie de secretaria con pantalones ajustados, y me condujo al... ¿salón de clases? ¿laboratorio? Sí, labroratorio donde experimentan con pobres ingenuos, como yo. La aprendiz de estilista que me tocó era, por mucho, la más fea de todas las que había. 

Era como el Dr. Zaius pero en mujer, la pobre.

Empezó a cortarme el pelo con una lentitud desesperante. O tal vez lo que me hacía sentir que el tiempo pasaba demasiado lento era la música, que alternaba canciones gruperas de desamor con pop de la peor calaña, de ése con voces chillantes y monótonas acompañadas de "arreglos" electrónicos baratos. Pero no, no era la música, porque escuchaba canción tras canción, y la monita no terminaba.

Al fin, llamó a la maestra, quien vino a revisar su trabajo. "Cortaste chueco de este lado, fíjate. Hay que emparejarlo." Y la mona procedió a cortar, con la misma desesperante lentitud, un poco más, para que quedara parejo. Este proceso se repitió por lo menos tres veces. Y a la hora que yo veía por el espejo cuando verificaba si ya había quedado parejo, juro que podía ver a cada cabello de diferente longitud. Mi cabellera estaba siendo aniquilada sin misericordia. Y la música seguía taladrando mis oídos.

Después de minutos interminables y varios centímetros menos de cabellera, por fin quedó todo bien. O al menos tan bien como podía quedar después del desastre. Decidí que el infierno de los rockeros tenía que ser algo muy cercano a lo que acababa de vivir.

Recordé entonces mi anterior representación mental del infierno para borrachos, y caí en la cuenta de que el ser rockero y el ser borracho están íntimamente ligados. En mi imaginación comenzó a gestarse la terrible idea de un infierno para rockeros borrachos: Un lugar maldito en el que lo trepan a uno en un microbús conducido por un desquiciado cuyo único propósito es rebasar al microbús del mismísimo Satán, con una resaca de vodka, cerveza y Jägermeister, con las flamas del infierno simulando un sol matinal pegándote en el rostro, cascadas de agua a lo largo del camino para martirizar a tu sed, el estéreo tocando reguetón y pop barato a todo volumen, y una aprendiz de estilista del Planeta de los Simios parada detrás de uno, cortando lentamente tu preciada cabellera sin muestra alguna de piedad.

Afortunadamente, el infierno no existe. Y si acaso existiera, sólo es cuestión de arrepentirse de todo en el último minuto, y listo: A los rockeros borrachos nos espera un lugar en el cielo donde supermodelos en bikini te reciben con la mejor cerveza, mientras una banda formada por John Bonham, Cliff Burton, Jimi Hendrix, Dimebag Darrell y Dio (que ya se fueron al cielo y seguramente están tocando allá) toca canción tras canción por toda la eternidad.

Sí es así como funciona, ¿no?