miércoles, 1 de abril de 2015

De aterrizajes forzosos y lecciones de vida

El domingo pasado me vi obligado a aterrizar en las faldas de un cerro. Afortunadamente no fue piloteando un avión, ni la causa fue el padecer de depresión clínica; fue piloteando un parapente, y la causa fue el andar de obstinado queriendo agarrar corrientes de aire ascendente, y fallar. El castigo por mi ineptitud fue tener que desenredar las cuerdas de la vela de un montón de arbustos espinosos, y caminar dos kilómetros hasta la carretera cargando veinticinco kilos de equipo.

Mientras caminaba por las brechas que bajan del cerro, una nube cada vez mayor de mosquitos se iba acumulando a mi alrededor. Llegaron a ser varios cientos, estoy seguro. Comencé a caminar más rápido, esperando dejarlos atrás y que tuvieran que regresar a sus guaridas, pero fue inútil: Al parecer, a esos desgraciados no les importa no volver a ver a sus seres queridos con tal de ingerir una buena dosis de sangre humana.

"Adiós, pequeño Fidencio. Dile a tu madre que digo yo
que hasta nunca, pinche bruja."

Incluso hubo un rato, mientras la brecha era cuesta abajo, en que intenté correr. Así aprendí que la velocidad relativa de una nube de mosquitos hambrientos con respecto de la de su víctima es exactamente cero en todo momento. Casi podía escuchar la música de fondo que quedaba perfecta para tal situación.




Llegué a la carretera y no tuve más hacia dónde huir en lo que llegaban por mí. Decidí que aún no estaba listo para morir desangrado, así que corté una rama de pino y con ella comencé a lanzar golpes por toda mi superficie, especialmente las piernas. El efecto inmediato de ello fue que los conductores que pasaban por ahí resultaban sumamente entretenidos.

"No nos prestes atención. Sólo somos psiquiatras y
pasábamos por aquí. Sigue con lo tuyo."

Pero el propósito principal se cumplió, y los moscos empezaron a caer como moscas (¡juar!). No todos morían, pues la rama de pino resultó ser una extraordinaria arma contra esos engendros infernales. Las delgadas hojas de pino impulsadas a gran velocidad hacían añicos a sus frágiles aparatos voladores, haciéndolos caer y quedarse retorciéndose inútilmente, muriendo lenta y dolorosamente. Lo habría disfrutado enormidades si hubieran caído todos en algún punto, pero jamás tuve oportunidad de una tregua.

Al final quedaron pocos vivos cuando llegó la camioneta por mí. Y como toda experiencia que no se disfruta, lo realmente importante de esto fue el aprendizaje que me dejó:

1. El humano no es el único animal lo suficientemente estúpido como para dejarlo todo sólo por alguien que vieron a la pasada y les gustó.

2. No puedes huir de todos los problemas. Siempre habrá alguno que te perseguirá, por más que corras, hasta que caigas derrotado o decidas tomar las armas que tengas a tu alcance y enfrentarlo (aunque conviene tratar de huir primero. Igual y pega).

3. La Pantera Rosa es una culera, sí, pero sólo porque el sufrimiento de una vida larga y difícil la ha hecho así. No hay que ser tan rápidos para emitir juicios; aunque tampoco podemos escudarnos en nuestra vida difícil para justificar nuestros comportamientos que son dañinos para otros. ¿Cómo definimos una vida difícil, bajo qué parámetros? ¿Se pueden establecer parámetros estandarizados para todos, o éstos son personalizados según las condiciones iniciales de vida que le tocan a cada quién? ¿Debemos reajustar los parámetros conforme nuestras condiciones cambian? Si es así, ¿qué hay de los traumas que ya nos dejaron las condiciones pasadas? ¿Cuál es el rango de comportamientos dañinos admisibles según la dificultad de la vida que te tocó? ¿Y si mejor nos drogamos?

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