miércoles, 13 de junio de 2012

El infierno de los rockeros borrachos

Hace un tiempo, después de una borrachera descomunal, a la mañana siguiente tenía que ir a no recuerdo dónde. Me levanté con una resaca del demonio, y abordé un autobús urbano que, fiel a la tradición camionera de México, iba jugando carreras con sus colegas, con todo lo que ello conlleva: Acelerones y frenazos súbitos, vueltas cerradas y un promedio de cuarenta y tres infracciones por minuto. Todo ello mientras el sol matutino me pegaba de lleno en la cara y yo desfallecía de sed. Decidí en ese momento que el infierno de los borrachos tenía que ser algo muy cercano a lo que yo estaba viviendo en ese momento.

Seis siglos salvaron a Dante Alighieri de conocer los camiones de
transporte público e incluirlos en sus círculos infernales.

El día de hoy, después de una serie de trámites burocráticos totalmente infructuosos en el centro de la ciudad, pasé por una escuela de estilistas. Un anuncio rezaba: "Cortes de pelo GRATIS". Como ya traía las puntas algo maltratadas, y como la última vez que fui a despuntármelo me cobraron ochenta malditos pesos, decidí que no era tan mala idea arriesgarme a poner mi escasa pero preciada cabellera en manos de una aprendiz. Total, sólo quería una simple despuntada, no un jodido corte tipo Coco Chanel. Además, con un poco de suerte, la aprendiz estaría de buen ver.

Todo comenzó bien. Me recibió una especie de secretaria con pantalones ajustados, y me condujo al... ¿salón de clases? ¿laboratorio? Sí, labroratorio donde experimentan con pobres ingenuos, como yo. La aprendiz de estilista que me tocó era, por mucho, la más fea de todas las que había. 

Era como el Dr. Zaius pero en mujer, la pobre.

Empezó a cortarme el pelo con una lentitud desesperante. O tal vez lo que me hacía sentir que el tiempo pasaba demasiado lento era la música, que alternaba canciones gruperas de desamor con pop de la peor calaña, de ése con voces chillantes y monótonas acompañadas de "arreglos" electrónicos baratos. Pero no, no era la música, porque escuchaba canción tras canción, y la monita no terminaba.

Al fin, llamó a la maestra, quien vino a revisar su trabajo. "Cortaste chueco de este lado, fíjate. Hay que emparejarlo." Y la mona procedió a cortar, con la misma desesperante lentitud, un poco más, para que quedara parejo. Este proceso se repitió por lo menos tres veces. Y a la hora que yo veía por el espejo cuando verificaba si ya había quedado parejo, juro que podía ver a cada cabello de diferente longitud. Mi cabellera estaba siendo aniquilada sin misericordia. Y la música seguía taladrando mis oídos.

Después de minutos interminables y varios centímetros menos de cabellera, por fin quedó todo bien. O al menos tan bien como podía quedar después del desastre. Decidí que el infierno de los rockeros tenía que ser algo muy cercano a lo que acababa de vivir.

Recordé entonces mi anterior representación mental del infierno para borrachos, y caí en la cuenta de que el ser rockero y el ser borracho están íntimamente ligados. En mi imaginación comenzó a gestarse la terrible idea de un infierno para rockeros borrachos: Un lugar maldito en el que lo trepan a uno en un microbús conducido por un desquiciado cuyo único propósito es rebasar al microbús del mismísimo Satán, con una resaca de vodka, cerveza y Jägermeister, con las flamas del infierno simulando un sol matinal pegándote en el rostro, cascadas de agua a lo largo del camino para martirizar a tu sed, el estéreo tocando reguetón y pop barato a todo volumen, y una aprendiz de estilista del Planeta de los Simios parada detrás de uno, cortando lentamente tu preciada cabellera sin muestra alguna de piedad.

Afortunadamente, el infierno no existe. Y si acaso existiera, sólo es cuestión de arrepentirse de todo en el último minuto, y listo: A los rockeros borrachos nos espera un lugar en el cielo donde supermodelos en bikini te reciben con la mejor cerveza, mientras una banda formada por John Bonham, Cliff Burton, Jimi Hendrix, Dimebag Darrell y Dio (que ya se fueron al cielo y seguramente están tocando allá) toca canción tras canción por toda la eternidad.

Sí es así como funciona, ¿no?


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